martes, 29 de mayo de 2007

“ESTE CONDADO ESTÁ MÁS SECO QUE UN DRY MARTINI!” (MAYOR TILMAN EN MISSISSIPPI BURNING)

Por un lado, sé que mi médico de cabecera no me perdona el haber empezado todo esto con un whisky, pero por otro no debo engañarme: nunca he sido un buen bebedor y, en cuanto se me calienta el vidrio en la mano, debo cumplir mi palabra y hacerle una reverencia al que José Luis Garci apodó como “bala de plata” Su Majestad el Dry Martini (y, de paso, aprovechar la inclinación para soplarle un primer sorbo…)




Así es, tal y como dije a caballo en mi primera entrada, el caldo escocés es el western, me atrevería a decir que su prima lejana sería la ginebra y, ya puestos, presento al vermut seco como la pajarita con la que ésta se diferencia y mira altiva a su tosco familiar. Con una botella de cada uno de estos dos ingredientes en cada mano y sin una cubitera cerca, uno no tendría más que problemas: o bien vería a un colega abstemio riéndose ante él como un mellado Walter Brennan, o bien a otro colega, en este caso bebedor de Dry Martinis, decidido finalmente a cruzar a nado un océano en busca de una bolsa de hielo. Sir Martini es Complicidad, Categoría y en definitiva, Clase. A diferencia de todo lo bebible con denominación de origen, el Dry Martini carece de nacionalidad, puesto que su función es crear un nuevo territorio. Digamos que si al champán se le llama porque la situación o la celebridad lo requieren, con él se acude a una atmósfera desde el momento en que nace. De todas las recetas o bebidas caprichosas que requieren ser degustadas en copa o con cubierto específico, ésta es la que exige sentarse en su triangular taburete art-decó. Un momento, debido a que he entrado en una espiral de loas con las que parece que me esté dirigiendo al mandamás de nuestra empresa o partido, intentaré acercarme al cóctel de manera más personalizada.


Al igual que el cigarrillo, DM se me presentó en blanco y negro. Su elegancia no la vi tan sólo en su sabor: la magia de haber neutralizado el aroma de la ginebra con el del vermut seco es sorprendente, sino que descubrí que todo partía de su equilibrio. Si gozas de un momento DM puedes estar conversando, esperando la cena (el almuerzo, mucho mejor) o incluso puedes estar ansiando que caigan dos ases, pero tu semblante será mucho más estilizado que si agarras una botella de Jack Daniels por el cuello y sentencias algo levantando el dedo de la mano que lo estrangula. Comer con ciertas bebidas llama la atención, pero siempre será mejor poner a prueba tus dos hígados ante un steak tartar con medio DM que con una sangría entera. La elaboración no es caprichosa pero la considero seria. Recuerdo una ocasión, justo al lado del cine Verdi de Barcelona, en la que me quedé sin bala de plata porque el camarero no tenía vaso mezclador, “Pero tienes coctelera” insistí yo. Su “Imposible” fue como una declaración de principios, con lo aquel día me quedé sin olerlo. Debo decir que, si mis encuentros con el frío de DM han podido llegar a ser mejor en horas cansadas o en momentos en que el cansancio arrecia, el punto álgido lo viví en la planta circular del edificio Marriott de Nueva York. Recuerdo que allí, una joven camarera con origen sevillano y peinado decididamente americano hizo su innato deber de “newyorker” mostrándome cada edificio que iba a ver a medida que rotara todo el salón señalándomelo en la servilleta sobre la que puso mi DM. Todo y que en aquella ciudad el tamaño de absolutamente todo es superior -las copas también por supuesto- me vi en la obligación de pedir un segundo trago y su correspondiente explicación antes de finalizar la vuelta completa. Afortunadamente no acabé con la suerte de quien ostenta el récord de DM en blanco y negro y en todos los colores habidos y por haber: C.C.Baxter. El caso de El apartamento muestra un claro ejemplo de -al igual que cuando se prepara el martini seco- la minuciosidad con la que se cuadra un guión.





El inicio es un plano general similar al de dos obras también singulares aunque muy diferentes entre sí: Días sin huella y Psicosis. La primera coincide en poseer el mismo autor y la segunda coincidirá en utilizar el hitchcockiano dedo acusador de la culpa para, en este caso, la tragicomedia. La confusión de convertir al solitario C.C.Baxter en el más culpable de los vecinos de la escalera del matrimonio Dreyfuss va a formar parte de la presión social de nuestro protagonista transformándolo en un deudor prólogo para los sufridos personajes de 1984 o Brazil. Y es que desde el mueblé que es el piso de C.C.Baxter vislumbramos una peculiar visión de la sociedad americana; cínica y egoísta como los jefes de Buddy Boy, plural y emigrante como el doctor Dreyfuss y el taxista Matuschka, risueña y festiva como los martinis de nuestro personaje -aunque pueden hacer callar al primer Santa que ría como un imbécil- pero, vista a través del vidrio de esa copa, también dura y solitaria. Esta visión la hizo Wilder ayudado por I.A.L.Diamond en 1960 proyectando a este Robinson Crusoe con raqueta llamado Baxter hasta nuestros días: llega (llegamos) solo a su casa, cena un poco de pollo frío de la nevera e intenta inútilmente (como nosotros) ver algo interesante en televisión. La principal diferencia para nuestro favor está en que a él le codifican Gran Hotel con publicidad puesto que el auténtico hotel es su apartamento. Con esta radiografía ácida y cruel sobre América, Wilder pone desde su apartamento el dedo en la llaga dinamitando la intocable propiedad privada, frivolizando sobre la soledad y el suicidio en la sociedad estadounidense como si de una botella de champán se tratara y defendiendo que el americano medio acaba reivindicando como cualquier inmigrante de hoy en día en un piso patera, algo de dignidad.


Acabada la copa, tan sólo me queda la aceituna en el fondo: la vigorosa interpretación global destaca por la pareja de infelices McLaine y Lemmon. De la primera, además de resucitar mejor que Uma Thurman en Pulp Fiction, me pregunto quién no se dejaría tratar la fobia a los ascensores yendo de la mano cortada de la señorita Kinkerby. Y del rostro de la desolación clavada en un espejo roto llamada Lemmon, además de recordar que su nombre que empieza por L como otro conocedor del Noilly Pratt como es Landa, diré que creo que no hay nadie que maneje mejor estas cuatro cartas: neurosis, resfriado, afeitado y, cómo no, Dry Martini. Por eso será que los jóvenes actores como Kevin Spacey renunciaron en su momento a galardones como el Globo de Oro para dárselos al joven Buddy Boy.