Tengo la certeza de que todo esto es así porque el último día que estuvieron exigieron, y repito: exigieron, que les hiciera el menú de fideuá que suelo hacer y que hice muy a gusto, repito: muy a gusto. Suelo iniciarlo todo con una invitación a sentarse en una mesa provista de, por un lado, un sencillo plato de jamón del cual debe destacar más su acento de palabra aguda que su número de jotas; por el otro, una sencilla ensalada de loyo rosa recién partida sobre la cual descansan unos tomates verdes empapados en aceite de variedad de oliva picual, junto a una crema de vinagre balsámico que simula estar presente tan sólo para sostener a las dos cucharadas de sésamo tostado.
A todo ello le suele acompañar una copa de cava, pero ellos -los entonces replicantes- trajeron un albariño lo suficientemente seco como para ser lo primero que entrara en el cuerpo y empezar la misión de blade runner que acababa de aceptar (y ahí va): Con los cinco sentidos que tengo en el gusto, sofrío los trozos de rape de Roses y las gambas de Huelva logrando que todos sepan desde el principio que en esa paella el que manda soy yo y sólo yo. Resulta ser así: se me rinden y me lloran, llora el rape pero no se me rompe, se mantiene entero tal y como yo le pido, como un señor… qué elegancia la del rape! Ora crudo, ora rebozado… un señor de la cola a la cabeza! Al mismo tiempo me lloran las gambas hasta llegar a separarse de sus cabezas! Qué entrega la de las gambas! Qué barroquismo el suyo! Demuestran que por fuera son soldados con coraza pero por dentro son unas doncellas más jugosas que sabrosas si cabe, con lo cual decido que su agonía ha sido suficiente y las separo del calor, siempre manteniendo su crudeza, eso sí. Con el fin del primer acto, me siento bien: el pescado no lo tengo crudo ni tampoco frío, está a medio camino entre entre lo acojonado y lo servil; tengo a los comensales también expectantes y una base de aceite que parece haberse cuajado en una barca de viejos pescadores. No hay duda alguna: es la hora del mortero.
Bajando el fuego para que no se que queme el aceite, impongo de nuevo la ley dentro del cuenco: tres ajos crudos, una picada y la carne de una ñora bailan con la sal como en botica, emulsionan a la par hasta llegar a ser una masa informe que cae seguidamente en la placa para unirse al festín. En la nariz de todo curioso que se asoma, la suavidad tostada torna ambrosía al penetrante olor a pescado que quedaba del capítulo anterior. Añado el tomate y la cebolla por si hay alguna duda de que se trataba de un sofrito. Como buen blade runner, sigo cumpliendo con mi misión y miro de reojo a aquéllos que unen estas líneas con el film de Ridley Scott: los fideos. Me sonríen; saben que no están en un plato de fideos chinos como en aquella película, de ser así estarían largos y a punto de ser viscosos; su relación con el pescado sería de acompañante, no de fusión; Deckard los pediría pero no serían devorados del todo, quedarían fríos y secos, como la falta de respeto del cocinero que sólo le da las albóndigas que le da la gana a pesar de la insistencia del protagonista.
Por eso me sonríen, porque van a ir a dorarse todos juntos, no uno a uno y separados, lo harán para hacer de la pasta un mar. Tras inflarse con fumet de pescado, decido rematar la faena en el horno, como si de un soufflé se tratara. En la mesa, la expectación de mis comensales tan sólo es superada por mi ilusión de haber dejado todos y cada uno de los fideos cogidos de la mano del ajo, del hijo y del espíritu santo. Me fijo y es como una banda sonora: los labios se dilatan, las narices se ensanchan y los hombros se relajan tras el primer bocado de aquéllos que me encargaron la misión. Tras un silencio, se estremecen en el placer del sabor mientras me dicen aquello de… “yo he comido cosas que tú nunca has podido imaginar, yo he probado paellas en llamas cerca de la puerta de… bla… bla… bla… “