Pues mientras pensamos en otras películas y las vamos salseando y enlazando, hay algo que no dejamos de hacer ¿no es así? Comer… comer mucho o poco, rápido o lento, con salsa fuerte o tramposa pero, a diferencia de los licores antes citados, por suerte o por desgracia del plato no se libra nadie. Hoy la verdad es que me he despertado con el capricho de sopa de pescado. Tal vez es el tiempo, que por un momento estaba de un veraniego atizante y que sin avisar se volvió nubloso y azulado, de un aspecto marinero diría yo. Tras dudar, me ha venido la imagen de Rostro al mar, una película de 1951 en la que participó mi abuelo como extra antes de quemarse la cara en el incendio de los estudios Orfea de Montjuïch. La dirigió Carlos Serrano de Osma con un blanco y negro convincente para el puerto de Barcelona.
Ya convencido por el capricho y en colores, entro en el barrio de la Barceloneta. No es de las zonas de la ciudad más famosas pero su localización la hace imprescindible para un trío de ases junto al Borne y el Raval. Del mismo modo que cada vez que paseo por la Rambla, hoy repleta de turistas, noto que su espíritu es cada vez más cercano al Soho de cualquier capital europea, el de la Barceloneta es mediterráneo hasta el punto de trasladarme a ciudades como Nápoles o la isla de Mikonos. Desgraciadamente todavía no he estado en estos lugares, pero de lo que estoy seguro es que, aunque sea por unos segundos, podría llegar a cerrar los ojos y pasar a respirar cualquier barrio de estas ciudades llegando de nuevo al que me ocupa. La excusa para su desaliño está en su pasado pescador y en la hostilidad de estar constantemente a remojo en el Mediterráneo. Es cierto que no hay redes por la calle ni viejos que parezcan haberse tirado años curtiéndose en su barca como en las postales que uno vive al pasear por la Costa Dorada, aunque sí tendederos plagados de ropa y el sonido de los silbidos de su gente. En el combate de olores que se tiende en sus calles, gana el del pescado; en especial, el pescado azul y a la plancha –que no frito- de la calle Baluarte.
Antes se podía localizar cualquier pequeño bar por estar cercano, pasado, a dos calles o a la izquierda del mercado de la Barceloneta. Ahora la popularidad se la ha robado La Cova Fumada. La fachada de este pequeño comedor es espectacular: un portalón de madera que en plano corto no pasa del siglo XIX, pero al mismo tiempo, la gente que espera allí garantiza que sin duda algo se fríe dentro. Yo lo conocí -cómo no- a través de un plato; el padre de esta familia y jefe de su micrococina fue a caer a los fogones de su servicio militar en Murcia, con lo que además de las historias que no se olvidan se trajo la receta de los minchirones de la zona. Uno no puede imaginar un gran festín visual, puesto que se trata además de un plato horizontal: el minchirón es un tipo de haba plana y ancha que, con su debido tiempo, presta su almidón al caldo a cambio del poder que le presta el chorizo y el tocino. Nada del otro mundo al margen de la gracia que requiere el tema. Su salero pues parte de los minúsculos platos en los que se sirve, en la temperatura justa que te permite comer sin pausas, además, la cantidad servida parece reírse de las divisiones entre el “plato” y la “tapa”. Todo ello surge del dinamismo que se respira en las mesas, y parte de una cocina a la que llegarías si alargaras el brazo. La estrella de La Cova Fumada es la sardina y el jurel, con lo que en cuanto me hago con un sitio no dudo en atacar al colesterol del bueno. Me animo con las bombas, del tamaño de un huevo. Los extranjeros que comparten mi mesa se animan también y piden consejo; “Mashed potatoe and minced meat” respondo yo. Una aguda voz anglosajona se sorprende con un “¿minced meat?” Acabo chillando ante el follón de la sala: “¡Yes… Meat…Inside…!” La fascinación de la turista me la agradece el camarero, el cual se limpia una mano en su camisa.
Una vez hecho el pedido, todo fluye. Los platos son como niños traviesos que se escapan por encima de las mesas de mármol y acaban siendo cazados por los tenedores de los adultos. Un frigorífico de madera colocado el mismo año de la puerta no cesa de abrirse y cerrarse con la vitalidad de una oficina. Como hoy vengo solo y me toca comer con mi móvil, repaso las fotografías de la pared; bañistas en la playa de San Sebastián… el viejo mercado… y un sorprendente recuerdo ya olvidado: la plaza de toros de la Barceloneta… nada es eterno, bueno, el mármol tal vez… y los minchirones.
3 comentarios:
No hay nada mejor que una buena comida para tumbarse después a disfrutar de una película. Tu blog nos trae las dos cosas. Con "Ese olor" he estado por unos momentos en la Barceloneta y espero que en mi próximo viaje a Barcelona pueda probar los minchirones de los que hablas. Ummm, tengo hambre. Iré a la coocina a por un poco de jamón.
Nuria
Más, más, queremos más...
Nuria
Esta descripción de contenido y continente hacen que La cova Fumada sea de visita obligada la próxima vez que me pase por Barcelona.
"...el minchirón es un tipo de habe plana y ancha que, con su debido tiempo, presta su almidón al caldo a cambio del poder que le presta el chorizo y el tocino." Ni Vázquez Montalbán, vamos.
Taps
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