lunes, 25 de junio de 2007

HAY QUE ESPERAR AL POSTRE...

Releyendo hace poco la obra cumbre de Wilder “El apartamento”, recordé que él era de los tipos que cuando se lo proponía, mantenía toda su habilidad pasando de la comedia al drama tal y como haría un Michael Jordan yendo de la cancha al green. Otros lo han demostrado como Almodóvar o el sobrevalorado Allan Stuart Konigsberg, conocido hoy en día como Woody –Joan Pera- Allen. Digo sobrevalorado porque desde hace más de treinta años todas sus comedias parten de “Annie Hall” y se resuelven con el tema de la magia, con lo cual me quedo con su década de los ochenta, disfrutando ensaladas frescas como “Hannah y sus Hermanas” o contundentes asados como “Septiembre” o “Delitos y Faltas”.



El caso es que también revisé "Testigo de Cargo", del mismo autor, y me sorprendió su prólogo, el cual con una voz en off leía un rótulo con el que pedía a la audiencia que no se revelara el final de la historia para que así otros espectadores notaran mejor la explosión de sabor del golpe final. Esto me llevó a la idea de ver que hoy en día el cine sale tocado en comparación al de aquella era dorada, todo gracias a la voluntad de los mismos espectadores. Hoy, películas como “El Sexto Sentido”, “Los Otros”, “The Game”, “Abre los Ojos”, “El Bosque” o incluso “El Show de Truman” no necesitan ese rótulo inicial para que sus finales no sean desvelados; es el espectador quien evita voluntariamente desvelar el menú para que los otros futuros comensales se sorprendan del postre a su debido tiempo.
Estos finales suelen ir ligados a obras propias de finales de los noventa, a las que yo llamo “fantasmadas”. Son aquellas con las que Ángel Quintana evocaba a “desmaterialización de la imagen cinematográfica” en la revista "Dirigido". En esta nuestra era de internet, los espacios y los tiempos son ligeros, falsos, etéreos, virtuales. Del mismo modo, sus héroes ya no pueden ser marmóreos como aquel Terminator o aquel Rambo, restan en la ingravidez como el Neo de “Matrix” o el Ethan Hunt de “Misión Imposible”. Tal y como hacen esos personajes al pasar de un universo a otro, veamos lo virtual de la mundialmente famosa cocina de diseño de hoy en día. Los sentidos son engañosos, ya lo dijo Descartes, pero a la hora de comer, creo que sólo en este tipo de cocina hay algo que no me acaba de convencer. No es que reivindique la mesa de tripero comilón, pero todo resta en la cara que se te queda cuando te sirven un “boquerón laminado” o una “decostrucción de tiramisú”. Sus propios nombres delatan su naturaleza virtual, puesto que ni se puede laminar un filete de boquerón sin llevarse un Oscar a los efectos especiales ni tampoco se puede separar en una bola de helado, un bizcocho y un café expresso con su taza para acabar así despedazando al postre italiano.



Aunque parezca estar defendiendo la cocina brutal y –como los citados héroes marmóreos– los platos contundentes, sinceramente no es mi intención. Sí es cierto que he hecho mis pinitos: aún recuerdo cómo hace unos meses, tras vencer a un cocido madrileño en esa meca del garbanzo que es la Casa Carola de Madrid, acabé intentando entrar en el coche como lo haría un obeso hawaiano. Debo decir que a menudo presumo de mi peso, no es el ideal como sí lo es mi índice de colesterol, pero el pan y los hidratos los cargo en la cara, sin abuso pero a la vez sin pudor. Qué mejor ejemplo que recordar que en ese mismo día, una vieja conocida se fijó en que yo me había dejado perilla, con lo que tenía un cierto aire al actor de “El Ilusionista”. Yo, más feliz por el halago que por mi digestión, me atreví a proponer vanidosamente que se refería a Edward Norton. “¡No, no. El otro, el italo-americano, el de los mofletes!”



Sigo con la idea de no defender la cocina brutal, pero, al igual que en el cine, hoy ni se puede ser decimonónico cenando con un bardo atado al árbol como hace Obélix, ni se puede tan solo pasear por los aromas e imágenes de los platos que te han puesto en la mesa. Dos horas. Ese es el tiempo de una buena película y de una buena cena, ni densa ni virtual. Siempre, eso sí, al igual que ocurre con las personas que dan una buena sensación en su primer encuentro, que surjan las ganas de volverse a ver y repetir la experiencia. Lo importante es lo que queda: el recuerdo, porque uno no olvida dónde fue la última vez que comió cocido, pero el último menú Big King… fue algo demasiado insípido, demasiado… virtual…



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sobrevalorado Allen? Oh, oh...
Hasta ahora he pasado sigilosamente por tu blog, pero ya no. Aquí toca protestar. Todito te lo consiento menos que le faltes a mi Woody... Ya sabemos que a peli por año, no pueden ser todo obras maestras, pero aunque al final el resultado global no sea excelente, seguro que alguna de sus partes se puede aprovechar (al menos para los que, como yo, somos aficionados a las frases célebres...).Si haces una peli por año, o 7 asignaturas por trimestre, el riesgo es mayor, no te parece?

Una chica Woody Allen.

Anónimo dijo...

Respecto a tu comentarista anónima, alguien dijo que la peor película de Woody Allen vale más la pena que cualquier mamarrachada hollywoodiense. Acabo de ver la surrealista Zelig, y a pesar de no apasionarme, suelta la frase: "Trabajo de psiquiatra: actualmente estoy tratando a dos parejas de hermanos siameses, que sufren de doble personalidad: me pagan ocho personas". Esa frase ya vale más la pena que toda la carrera de Tom Cruise.
Respecto a defender la comida tradicional, podría imaginarme el resto de mis domingos sin boquerones laminados ni deconstrucciones de tiramisú, pero AY si me quitan esas paellas, esas fideuas, esas fabadas, esos corderos, esos cocidos !! Y de postre esas gloriosas siestas con la panza llena !!
Taps