jueves, 28 de junio de 2007

Y EL BEBÉ DIJO "AJOOO... "

Desde hace un tiempo estoy visitando un rincón de Barcelona que tiene su atractivo en su esfuerzo de glamour unido a su naturaleza de rincón. Me refiero al bar Versalles del Carrer Gran de Sant Andreu (esquina con la calle Pons i Gallarza, para los impetuosos). Éste es de los pocos locales de una ciudad que te incitan ya no a volver a cenar o almorzar sino a quedarte a vivir en su barrio.
Yo siempre he sido de la filosofía de que las cosas se hacen, no salen tal cual, de ahí este post hecho y no aparecido con y para mis lectores. Pero al margen de lo discutible, hay distinciones como la del gazpacho y el ajoblanco: el gazpacho surgió, puede que de una pelea entre tomates y pepinos, pero el ajoblanco se pensó primero y se elaboró después. No se puede calificar de casual la textura de una almendra cruda picada con esmero hasta el punto de adivinar el paladar de aquél que lo vaya a tratar como si del sexo de una noche de bodas se tratara, ni tampoco se puede concebir parte del azar la medida del ajo… ¿Cómo... azar la medida del ajo... ? ¡¡Nunnnca!!



Minusvalorar al ajo es no creer en la ciencia. Y, queridos amigos, ¿qué hace el ajoblanco? Nada más y nada menos que saturar nuestro paladar en tanto que dulces y salados… ¡Dios… ! Vive tal púber ajoblanco con la única y leve acidez de dos de los suyos machacados en un mortero de mármol. Tal vez tan sólo el “all-i-oli” agarra la solidez digna de un picante, pero con la merma de que siempre necesitará de una vianda o un pan de Heinrich Böll para ir de la boca a la nariz. El ajoblanco es ÉL, es la esencia de un solo sabor, ya no de la madera joven, macerada en ajos y aceites, sino de aquello que te dice de lo que está hecha tu boca, tu garganta y, sobre todo, tu nariz. Sólo con él sabrás por ti mismo si tu narizota es grande, pequeña, sabia o tan torpe como la de un hooligang. Personalmente, yo confieso que me dejé perilla por querer tener bigote, pero en realidad quise tenerlo por el placer de relamerme la cerveza a gusto –¿para qué si no?-. Aun así, si -Dios no lo quiera- algún día me hiciera una rinoplastia, sería por razones meramente relativas al sabor. El simple hecho de tener en el estómago una ración de ajoblanco y, a la vez, un nivel tal que cero patatero en el cerebro como resultado de algún tipo de lesión digestiva sería la muerte. Otra condición sería necesitar la susodicha rinoplastia per sé...

¡Oh! Cuán grande es mi suerte con la que puedo seguir gozando del ajo en velos del lienzo llamado ajoblanco... Como mañana toca, tal cual gozaré en mi Versalles de él... si son cuatro ajos y cuatro díasss...

2 comentarios:

Nuria Cortés dijo...

Qué sorpresa me he llevado cuando, cansada y hambrienta, porque aún no he cenado, me he metido en tu blog deseando que un nuevo post-it me alivara del día sin aliento que he pasado. Y qué sorpresa, digo, el haberme encontrado con que efectivamente había novedad y encima ésta olía y sabía -pobre de mi estómago, que ruge aún por algo de alimento-. A pesar de que yo soy más bien gazpazhera, siempre que este maravilloso plato tienda a ser más líquido que espeso y más anaranjado que rojo. De todas maneras, tu post-it me obliga a pedir ajoblanco en cuanto tenga ocasión, porque me temo que es uno de los pocos platos de la cocina occidental que aún no he probado. ¿Será porque lleva leche? Porque lleva leche, ¿no?
En fin, me alegro que tu blog siempre me levante antojos y me infle de curiosidad.

Rafael Catalán dijo...

Afortunadamente no lleva leche. Su palidez engañosamente enfermiza es debida a la almendra, el pan y el ajo. Hoy me toca... ya contaré.